lunes, 21 de abril de 2014

Necesito Un Alma

El último año de mi existencia, había dejado una inusual huella de tristeza por la repentina pero esperada muerte de mi hermano mayor, primogénito y  único que me quedaba de sangre. A nuestra madre todo se le guardó con celo y por así decirlo con cierta digna vergüenza. Todos lo comprendían pero nadie se atrevía a contrariarme. Lo admiraba profundamente por sus logros alcanzados en lo personal, en su carrera profesional e inclusive en lo intelectual como director editorial del periódico donde trabajó doce años consecutivos cosechando premios y reconocimientos. El que más recuerdo fue el que recibió en la Residencia Oficial de los Pinos, en la Ciudad de México. Por aquellas fechas no podía acompañarlo ni el dueño del rotativo, ni dama alguna, ni su hijo mayor de diez y ocho años que en soltería empedernida engendró con alguna mujer sin compromiso de amor. Era la primera vez que me invitaba y que aceptaba acompañarlo, pretexté coincidir en la compra de ropa de salida de temporada ó Outlet de las fábricas de ropa de moda donde adquiría regularmente para mi propia boutique y clínica de belleza que estaba muy de moda en nuestra propia ciudad de origen. Un negocio que me había hecho muy conocido entre la clase alta. La verdad que el motivo de la generosa invitación no era esa y ambos lo sabíamos. Nuestra madre estaba enferma de gravedad y yo y mi vida disoluta, como el llamaba a mi homosexualidad y sus efectos colaterales hacia su imagen, nos mantenían en lo que el llamaba una sana distancia. Te tengo que hacer una de esas confesiones que uno jamás debe ejecutar en la vida, y a treinta mil pies de altura me confesó una terrible noticia. Estoy “arañado” desde hace tres años y estoy por entrar en mi fase terminal. En menos de tres meses seré consumido por el VIH. Y así fue. Un devastador cuadro mixto de neumonía y dengue hemorrágico lo mató. El treinta y uno de julio de dos mil doce, de manos del propio Presidente de la República, recibió el Premio al Periodismo Nacional 2012 y justo dos meses después falleció a la edad exacta de cuarenta años. Ese día le confesé a mi madre por fin, que para empezar amaba a todos los hombres no sólo espiritualmente como Cristo mandó, sino también carnalmente como María Magdalena a Jesús. Me abofeteó con la fuerza vital de una madre ya sin vigor, ya con la salud menguante por la pena de un hijo muerto por la misma causa y por otra más grande, la de saber que su hijo menor y único que le quedaba moriría irremediablemente por la misma causa. Más me ha dolido que no me confieses lo que eres. Estoy infectado también al igual que mi hermano de sida, Madre. Y el tiempo que me quede de vida seguiré disfrutando y amando la vida pero sin perjudicar a nadie. Nosotras, siempre sabemos lo que son nuestros hijos, salen de nuestro vientre y un cordón umbilical cercenado no impedirá jamás por el resto de la existencia que con ello se agoten los influjos entre una madre y tú, hijo mío. Suspiraba con un llanto inmenso y conmovedor que le inundaba los ojos como de una virgen perpetua que santifica con solo venerarla con la mirada. El alma de un hombre es creación y herencia de la madre, el padre si acaso, sólo estimula la llegada de un ángel que venga a anunciarnos que un nuevo ser humano nacerá y ya se forma en el vientre de todas nosotras: solteras, casadas, prostitutas ó disolutas. Todas somos santas, así sea que consigamos el pan de cada día de formas aceptables ó indecorosas para quien juzga con el mismo dedo que la muerte corromperá en miserables despojos a todos por igual. Yo te amo hijo tal y como eres. Me abrazó con mis cabeza entre su pecho, como queriendo que el tiempo retrocediera en aquella época que solo bastaba el elixir de sus senos para vivir eternamente y no conocer las desgracias de éste mundo que debe ser recorrido para unos en poco tiempo y para otros hasta que el cuerpo le permita por definición genética permanecer longevamente en ésta tierra. No es mi caso tampoco. Ya mi tiempo está pactado y sé que me queda poco tiempo de vida.
Con treinta y tres años cumplidos en éste día treinta y uno de Enero de dos mil trece me he levantado temprano y me siento desbordante de felicidad infinita, casi celestial diría yo. Soy ateo y ése es otro pecado por lo que a mi madre le atormenta que yo muera. Además de sodomita, ateo. Hoy no siento ninguno de esos pesares hoy estoy dispuesto a perderme y disfrutar de la vida, pues mañana no es seguro que yo despierte de nueva cuenta con éste ánimo. Eran las seis de la mañana y no hacía menos de seis horas que me había acostado a dormir en mi departamento y a pesar del desvelo me sentía más vivo que nunca. Las tristezas del año pasado habían desaparecido por obra y gracia considero de mi propia voluntad más que por atributo divino. Una vez aseado por completo y recién salido del baño tomé el teléfono y quise llamarle a mi madre para obligarla a felicitarme por ser día de mi cumpleaños, pues sabía que a las siete de la mañana se levantaba y antes de su desayuno medicado, se leía completo el periódico matutino ¡Por Esto! Único al que creía que decía la verdad por que ahí su hijo había fungido como director editorial y las madres por esos son santas por que piensan que aún existen en la vida cosas incorruptibles. No contestó nadie, ni la enfermera encargada al cuidado de mi madre. Dejé un mensaje en la contestadora por motivo de que la lentitud de la enfermera no la hacía llegar pronto al teléfono y le suplicaba le hiciera repetir el mensaje a mi madre para que lo escuchara con atención puesto que también incluía una vehemente disculpa por si no llegaba a casa de mi madre ese día por lo ajustado del itinerario de mi tour que me había regalado a mí mismo en éste día. De todos modos ella conocía mis rutas de escape cuando quería estar con alguno de mis amantes. Ella les llamaba rutas de destrampe. Como siempre las madres nuestras también tienen la venia de la última verdad en la punta de sus sacras lenguas, hasta las palabras prosaicas y vulgares que los demás proferimos sin el menor desenfado, producidas por sus sagradas cuerdas vocales son como otro tipo de ruegos y rezos a dios. El itinerario marcaba en primer lugar un desayuno sobre un yate contratado para llevarme a través del río hasta llegar a un hermoso lago cercano a la ciudad y que me fascinaba por sus exclusivas cabañas que se asentaban a un lado y otro, pero sobre todo por la discreción de no cuestionar nada sobre mis tantas parejas que invitaba para seducirlos en tan paradisiaco lugar. Supongo que fue la misma estratagema que Eva ofreció a Adán, cuando el entorno es propicio y las condiciones están dadas con un siseo cómplice de la serpiente basta para desencadenar los deseos más profundos y apasionados. Esta vez voy solo me dije, quiero disfrutar éste día yo solo, ya veré si me animo a invitar a alguien ya una vez estando ahí mismo. En la recepción de la marina me dieron sin mayor trámite las llaves del maravilloso bote que renté y apenas alcancé a ver que un pequeño niño como de tres años se despedía de mí en la punta del muelle de madera. Una madre desesperada corría tras de él para alcanzarlo y lo abrazó como arrancándolo de un imán invisible y mortal que bajo el agua lo forzaba a acercarse más allá de la orilla del muelle que ahora me encontraba abandonando. Observé fijamente a la madre en ademán de despedida para amainar su estado de ánimo pero ella ni siquiera me correspondió, el terror del que había sido presa en esos momentos considero que no se lo permitió. Yo mismo conducía el bote, la confianza del propietario del club de yates y dueño de la marina y mi indiscutible gusto por los paseos privados con mis amigos y amantes, me convertían en un cliente distinguido y de todas las confianzas para otorgarme el capricho de éste día. Adentrándome a gran velocidad por la desembocadura del río limpio y hondo por la estación de sequía del pleno invierno, me dejaba apreciar más que nunca el estero que tenía que atravesar por vez primera antes de alcanzar la entrada de la Laguna Turquesa, como era conocida ésta hermosa cuenca de aguas inigualables de color de Mar Caribe pero con las ventajas de un sin sabor salado ni la irritación ocular características soportables sólo por las sirenas. A mitad de tramo del estero del río me invadió una sensación de soledad y desesperación justo en una bifurcación que decidía si tomaba rumbo a una pequeña laguna superpoblada de visitantes y nada deseable para mí en éste día tan especial ó me internaba definitivamente en los llamados rápidos que me conducirían a mi destino final: la Laguna Turquesa. Detuve el bote. No llevaba conmigo el smartphone por decisión propia, así que ni siquiera contaba con navegación satelital, aunque sí, con la brújula en el panel de navegación y de controles del bote. Observé la posición de la aguja que siempre marca el norte magnético y recordé como por iluminación divina la palabra ¡Izquierda! Confieso que no deduje la ruta correcta a tomar por indicación precisa de la brújula, más bien fue por un ebrio recuerdo de un amante ocasional con el que había recorrido antes la misma ruta y quien sí era realmente un experto en el manejo y eficiente conocedor de las rutas de paseo río adentro. Era de un físico de hermosa figura vaticana. Lo digo por la perfección del David de Miguel Ángel, no por la supuesta y sagrada ubicación de la hermosa obra y del bello modelo, amante del gran artista italiano. Me tranquilicé y decidí darme un chapuzón en ése paraje idílico que muy pocos de mis coterráneos han tenido la suerte de disfrutar. Antes abrí la nevera que estaba exquisitamente provista de sidra de manzana martinelli, cerveza bohemia y red bull a granel. Hoy me consintieron exclamé con los brazos abiertos y en la soledad del paraíso terrenal, aun cuando sabían que me iría solo por única y primera ocasión. No tomé nada. Sólo volví a cerrar la nevera y me zambullí cual buen nadador que soy. El calado en el estero es muy bajo, no mayor a cuatro metros en su parte más profunda y de apenas metro y medio en su parte más baja. No se como le hacían los piratas para penetrar las virginales aguas de la bella Laguna Turquesa, me comentaba a mi mismo en un monólogo exquisito de aguas cristalinas, frescas y de inigualable color, temperatura adecuada para la estación. Sentí deseos de saber la hora, pero tampoco me puse mi reloj, solo el contraste de mi piel bronceada sobre la clara marca de mi muñeca derecha me recordaba que el día de hoy había tomado decisiones de libertad y no de aprehensión. Calculé que ya debía de haber transcurrido más de una hora entre mi pánico momentáneo, mis goces acuáticos y mis monólogos existencialistas que salían a relucir a flote presionado por las constantes inmersiones bajo el agua turquesa del estero, y que por alguna razón no deseaban ser arrastrados por la leve corriente que las devolvería nuevamente a las profundidades del río tan hondo e inescrutable como mi vida, la misma que he llevado y que era el día de mi propio momento de reflexión y de valoración de cuanto he hecho. En el fondo ese era mi mejor regalo: enfrentarme a mi propio juicio final. Asomé la cabeza y el bote se encontraba ya atascado y detenido momentáneamente entre los manglares. No bajé el ancla. Me reproché a mí mismo la torpeza que ni siquiera un navegante inexperto hubiese cometido y nadé ágilmente por debajo del estero pues la leve corriente y mi propia velocidad triplicaban mi urgente necesidad de alcanzar el bote y retomar el camino nuevamente. Lo logré. Me subí exhausto y sin más chingaderas filosóficas continué mi viaje por el estero ya sin más pensamientos que el de atravesar los rápidos y llegar mi ansiado destino.
Justo en la desembocadura del estero con la laguna se encuentran los rápidos, también en éste punto hay que descender la velocidad sin apagar el motor para poder maniobrar con pericia entre la estrecha salida sin obligar al bote a una forzado y peligroso acercamiento a cualquiera de sus orillas. Del lado derecho y por la hora y el día era probable que el capataz de la cabaña privada más hermosa de toda la cuenca de la laguna. Se encontrara descansando en su hamaca en el corredor, vigilando como siempre el paso obligado. No había nada colgado, todo se encontraba cerrado. Por la velocidad media a la que pasé por los rápidos y por lo extenso del terreno de ésta propiedad de todos modos grité el nombre del capataz con todas mis fuerzas. Nadie contestó. Situación un tanto rara para una propiedad de ésta magnitud siempre estaba celosamente resguardada. Seguí llamándolo hasta terminar de espaldas del volante y terminar de salir de los rápidos. Él capataz, hombre maduro y de cuerpo curtido por el trabajo, también había sido un amante furtivo. De aquellos que no te explicas el motivo por el que haya sucedido tan pasional ocasión. Pero sí lo sé en el fondo de mí. Extrañé mucho que no saliera a saludarme ó cuando menos sin contestar me observara fijamente como lo hacía en algunas ocasiones cuando pasaba por el mismo lugar pero acompañado. En tales ocasiones, cruzábamos la mirada y sonreíamos juntos de manera cómplice y fugaz.
Por fin entraba a la laguna y podía acelerar con toda la potencia que el bote me podía proveer. Ni siquiera lo intenté. Un grupo de bebés de menos de cinco años eran bañados por las tranquilas aguas de la Laguna Turquesa. Todas estaban sentadas encima de los estromatolitos que hacía millones de años se habían formado en las orillas de ésta hermosa laguna para asombro de propios y extraños, gente común y corriente y científicos de todo el mundo que han venido a estudiar a los piedrones vivos que es como nombra mi madre a éstos extraños especímenes endémicos. El decoro por no salpicar de modo agresivo y presuntuoso con mi apantallante y deportivo yate, me impidió realizar una espectacular entrada a la laguna. Me alejé lo suficiente y entonces sí que aceleré. Mi corazón también lo hizo. Estaba cerca mi destino de descanso final, el que yo mismo había cuidadosamente elegido en el exclusivo club de cabañas ecológicas y en la mejor de ellas. Pasaría un fin de semana de ensueño, como nunca antes y lo mejor de todo. Solo. Ya avistaba el muelle de mi destino, más adelante un conjunto de embarcaciones se arremolinaban entorno al centro de la laguna. Alguna tradición religiosa de los lancheros que pasean a los turistas. Pobre gente de éste mundo siempre agradeciendo a quien nunca los escucha y nada les da. No hay nadie a quien agradecer. Es su propio esfuerzo el que los redime y aleja de la pobreza y la belleza de ésta laguna. No hay nada más venerar. Arribé al muelle y lancé mi cabo para afianzar mi bote. Miré dentro de la embarcación al mismo tiempo que daba un increíble salto al entarimado y caí en la cuenta de que no traía ninguna maleta ó equipaje por pequeña que esta fuera, nada, ni una sola muda de ropa. Encogí los hombros y seguí mi camino dispuesto a que nada perturbara mi gozoso itinerario de la felicidad que llegaba a su punto más fascinante, mi final estancia de celebración. Llegué a la recepción de navegantes ó Puerta de Mar como elegantemente nombraban al diminuto gacebo de madera dura de la región y bellamente tallado con grecas y motivos de la cultura maya y que daba un coctel de bienvenida a todos los huéspedes que llegábamos vía la laguna. No había absolutamente nadie. Salude en voz alta, casi gritando. Nadie contestó. Me dirigí con rumbo a la cocina, quizá ahí mi amigo el chef se encontrara con toda seguridad en los preparativos del almuerzo de las tres que no faltaba mucho tiempo en cumplir su plazo. Tampoco encontré a nadie. ¡Puta madre que broma es ésta! Y me sobresaltó un anciano sentado en un asiento de sección de árbol de acabado rústico, ropas blancas, sandalias de cuero, elegante sombrero de jipijapa y con su bastón en la mano derecha apuntaba hacia la laguna. ¡Vete ahí! ¿Qué? No entiendo que pasa. Mejor espero. Se levantó y me impresionó su altura, pues me seguía pareciendo un indígena de la región y sin dejar de apuntar con su bastón con energía y hacia el mismo grupo de embarcaciones, su dignidad e impostura me hizo obedecerlo. Sin discutirlo más tomé de nuevo la embarcación a baja velocidad. No pretendía interrumpir de ninguna manera lo que fuera que estuvieran haciendo en medio de la laguna, en tal concentración de personas y con una ceremonia en proceso de cumplimiento. Soy un hereje, pero no uno intransigente e irrespetuoso.
Apagué el motor para no ser notado como un curioso ó profano extranjero que juega al interesado por todo lo que hacen, dicen y creen los nativos de éste hermoso lugar.
En realidad todas las embarcaciones rodeaban a una sola. En una de ellas se encontraba el capataz y varios conocidos del pueblo de la comunidad. En otras muchos amigos íntimos, bellas señoritas a las que tanto disfrutaba vestirlas. En otras dos más, mi amigo el dueño de las cabañas, algunos empleados muy familiarizados conmigo y el propio chef. Y muchas varias embarcaciones más, gente que desconocía por completo. En el centro una mujer mayor llevaba una urna de cenizas y se acercó a la orilla de la embarcación. Vertiendo hasta el último grano de su contenido a la Laguna Turquesa y con los ojos inundados de sagradas lágrimas de una madre que ha perdido por segunda vez a un hijo y por la misma lacerante causa. Ella exclamó con vista al cielo de la hora nona. Y vaciando todas las cenizas contenidas en la urna, exclamó: ¡Necesito un alma para ti, hijo mío!


FIN.

Cuento II de la serie: "Cuentos para Antes de Partir", 2013, Aguilardo.

(1979-2012)
Everst Domingo Escalante Aguilar
(1979-2012)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario