Rancho "As de Oros", en el Pueblo Mágico de Bacalar.
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miércoles, 23 de abril de 2014
lunes, 21 de abril de 2014
Necesito Un Alma
El
último año de mi existencia, había dejado una inusual huella de tristeza por la
repentina pero esperada muerte de mi hermano mayor, primogénito y único que me quedaba de sangre. A nuestra
madre todo se le guardó con celo y por así decirlo con cierta digna vergüenza.
Todos lo comprendían pero nadie se atrevía a contrariarme. Lo admiraba
profundamente por sus logros alcanzados en lo personal, en su carrera profesional
e inclusive en lo intelectual como director editorial del periódico donde
trabajó doce años consecutivos cosechando premios y reconocimientos. El que más
recuerdo fue el que recibió en la Residencia Oficial de los Pinos, en la Ciudad
de México. Por aquellas fechas no podía acompañarlo ni el dueño del rotativo,
ni dama alguna, ni su hijo mayor de diez y ocho años que en soltería
empedernida engendró con alguna mujer sin compromiso de amor. Era la primera
vez que me invitaba y que aceptaba acompañarlo, pretexté coincidir en la compra
de ropa de salida de temporada ó Outlet
de las fábricas de ropa de moda donde adquiría regularmente para mi propia boutique y clínica de belleza que estaba
muy de moda en nuestra propia ciudad de origen. Un negocio que me había hecho
muy conocido entre la clase alta. La verdad que el motivo de la generosa invitación
no era esa y ambos lo sabíamos. Nuestra madre estaba enferma de gravedad y yo y
mi vida disoluta, como el llamaba a mi homosexualidad y sus efectos colaterales
hacia su imagen, nos mantenían en lo que el llamaba una sana distancia. Te
tengo que hacer una de esas confesiones que uno jamás debe ejecutar en la vida,
y a treinta mil pies de altura me confesó una terrible noticia. Estoy “arañado” desde hace tres años y estoy
por entrar en mi fase terminal. En menos de tres meses seré consumido por el
VIH. Y así fue. Un devastador cuadro mixto de neumonía y dengue hemorrágico lo
mató. El treinta y uno de julio de dos mil doce, de manos del propio Presidente
de la República, recibió el Premio al Periodismo Nacional 2012 y justo dos
meses después falleció a la edad exacta de cuarenta años. Ese día le confesé a
mi madre por fin, que para empezar amaba a todos los hombres no sólo
espiritualmente como Cristo mandó, sino también carnalmente como María
Magdalena a Jesús. Me abofeteó con la fuerza vital de una madre ya sin vigor,
ya con la salud menguante por la pena de un hijo muerto por la misma causa y
por otra más grande, la de saber que su hijo menor y único que le quedaba
moriría irremediablemente por la misma causa. Más me ha dolido que no me
confieses lo que eres. Estoy infectado también al igual que mi hermano de sida,
Madre. Y el tiempo que me quede de vida seguiré disfrutando y amando la vida
pero sin perjudicar a nadie. Nosotras, siempre sabemos lo que son nuestros
hijos, salen de nuestro vientre y un cordón umbilical cercenado no impedirá
jamás por el resto de la existencia que con ello se agoten los influjos entre
una madre y tú, hijo mío. Suspiraba con un llanto inmenso y conmovedor que le
inundaba los ojos como de una virgen perpetua que santifica con solo venerarla
con la mirada. El alma de un hombre es creación y herencia de la madre, el
padre si acaso, sólo estimula la llegada de un ángel que venga a anunciarnos
que un nuevo ser humano nacerá y ya se forma en el vientre de todas nosotras:
solteras, casadas, prostitutas ó disolutas. Todas somos santas, así sea que
consigamos el pan de cada día de formas aceptables ó indecorosas para quien
juzga con el mismo dedo que la muerte corromperá en miserables despojos a todos
por igual. Yo te amo hijo tal y como eres. Me abrazó con mis cabeza entre su
pecho, como queriendo que el tiempo retrocediera en aquella época que solo bastaba
el elixir de sus senos para vivir eternamente y no conocer las desgracias de
éste mundo que debe ser recorrido para unos en poco tiempo y para otros hasta
que el cuerpo le permita por definición genética permanecer longevamente en
ésta tierra. No es mi caso tampoco. Ya mi tiempo está pactado y sé que me queda
poco tiempo de vida.
Con
treinta y tres años cumplidos en éste día treinta y uno de Enero de dos mil
trece me he levantado temprano y me siento desbordante de felicidad infinita,
casi celestial diría yo. Soy ateo y ése es otro pecado por lo que a mi madre le
atormenta que yo muera. Además de sodomita, ateo. Hoy no siento ninguno de esos
pesares hoy estoy dispuesto a perderme y disfrutar de la vida, pues mañana no
es seguro que yo despierte de nueva cuenta con éste ánimo. Eran las seis de la
mañana y no hacía menos de seis horas que me había acostado a dormir en mi
departamento y a pesar del desvelo me sentía más vivo que nunca. Las tristezas
del año pasado habían desaparecido por obra y gracia considero de mi propia
voluntad más que por atributo divino. Una vez aseado por completo y recién
salido del baño tomé el teléfono y quise llamarle a mi madre para obligarla a
felicitarme por ser día de mi cumpleaños, pues sabía que a las siete de la
mañana se levantaba y antes de su desayuno medicado, se leía completo el
periódico matutino ¡Por Esto! Único al que creía que decía la verdad por que
ahí su hijo había fungido como director editorial y las madres por esos son
santas por que piensan que aún existen en la vida cosas incorruptibles. No
contestó nadie, ni la enfermera encargada al cuidado de mi madre. Dejé un mensaje
en la contestadora por motivo de que la lentitud de la enfermera no la hacía
llegar pronto al teléfono y le suplicaba le hiciera repetir el mensaje a mi
madre para que lo escuchara con atención puesto que también incluía una
vehemente disculpa por si no llegaba a casa de mi madre ese día por lo ajustado
del itinerario de mi tour que me
había regalado a mí mismo en éste día. De todos modos ella conocía mis rutas de
escape cuando quería estar con alguno de mis amantes. Ella les llamaba rutas de destrampe. Como siempre las
madres nuestras también tienen la venia de la última verdad en la punta de sus
sacras lenguas, hasta las palabras prosaicas y vulgares que los demás
proferimos sin el menor desenfado, producidas por sus sagradas cuerdas vocales
son como otro tipo de ruegos y rezos a dios. El itinerario marcaba en primer
lugar un desayuno sobre un yate contratado para llevarme a través del río hasta
llegar a un hermoso lago cercano a la ciudad y que me fascinaba por sus exclusivas
cabañas que se asentaban a un lado y otro, pero sobre todo por la discreción de
no cuestionar nada sobre mis tantas parejas que invitaba para seducirlos en tan
paradisiaco lugar. Supongo que fue la misma estratagema que Eva ofreció a Adán,
cuando el entorno es propicio y las condiciones están dadas con un siseo
cómplice de la serpiente basta para desencadenar los deseos más profundos y
apasionados. Esta vez voy solo me dije, quiero disfrutar éste día yo solo, ya
veré si me animo a invitar a alguien ya una vez estando ahí mismo. En la
recepción de la marina me dieron sin mayor trámite las llaves del maravilloso
bote que renté y apenas alcancé a ver que un pequeño niño como de tres años se
despedía de mí en la punta del muelle de madera. Una madre desesperada corría
tras de él para alcanzarlo y lo abrazó como arrancándolo de un imán invisible y
mortal que bajo el agua lo forzaba a acercarse más allá de la orilla del muelle
que ahora me encontraba abandonando. Observé fijamente a la madre en ademán de
despedida para amainar su estado de ánimo pero ella ni siquiera me
correspondió, el terror del que había sido presa en esos momentos considero que
no se lo permitió. Yo mismo conducía el bote, la confianza del propietario del
club de yates y dueño de la marina y mi indiscutible gusto por los paseos
privados con mis amigos y amantes, me convertían en un cliente distinguido y de
todas las confianzas para otorgarme el capricho de éste día. Adentrándome a
gran velocidad por la desembocadura del río limpio y hondo por la estación de
sequía del pleno invierno, me dejaba apreciar más que nunca el estero que tenía
que atravesar por vez primera antes de alcanzar la entrada de la Laguna
Turquesa, como era conocida ésta hermosa cuenca de aguas inigualables de color
de Mar Caribe pero con las ventajas de un sin sabor salado ni la irritación
ocular características soportables sólo por las sirenas. A mitad de tramo del
estero del río me invadió una sensación de soledad y desesperación justo en una
bifurcación que decidía si tomaba rumbo a una pequeña laguna superpoblada de
visitantes y nada deseable para mí en éste día tan especial ó me internaba
definitivamente en los llamados rápidos
que me conducirían a mi destino final: la Laguna Turquesa. Detuve el bote. No llevaba
conmigo el smartphone por decisión
propia, así que ni siquiera contaba con navegación satelital, aunque sí, con la
brújula en el panel de navegación y de controles del bote. Observé la posición
de la aguja que siempre marca el norte magnético y recordé como por iluminación
divina la palabra ¡Izquierda! Confieso que no deduje la ruta correcta a tomar
por indicación precisa de la brújula, más bien fue por un ebrio recuerdo de un
amante ocasional con el que había recorrido antes la misma ruta y quien sí era
realmente un experto en el manejo y eficiente conocedor de las rutas de paseo
río adentro. Era de un físico de hermosa figura vaticana. Lo digo por la
perfección del David de Miguel Ángel, no por la supuesta y sagrada ubicación de
la hermosa obra y del bello modelo, amante del gran artista italiano. Me
tranquilicé y decidí darme un chapuzón en ése paraje idílico que muy pocos de
mis coterráneos han tenido la suerte de disfrutar. Antes abrí la nevera que
estaba exquisitamente provista de sidra de manzana martinelli, cerveza bohemia
y red bull a granel. Hoy me
consintieron exclamé con los brazos abiertos y en la soledad del paraíso
terrenal, aun cuando sabían que me iría solo por única y primera ocasión. No
tomé nada. Sólo volví a cerrar la nevera y me zambullí cual buen nadador que
soy. El calado en el estero es muy bajo, no mayor a cuatro metros en su parte
más profunda y de apenas metro y medio en su parte más baja. No se como le
hacían los piratas para penetrar las virginales aguas de la bella Laguna
Turquesa, me comentaba a mi mismo en un monólogo exquisito de aguas
cristalinas, frescas y de inigualable color, temperatura adecuada para la
estación. Sentí deseos de saber la hora, pero tampoco me puse mi reloj, solo el
contraste de mi piel bronceada sobre la clara marca de mi muñeca derecha me
recordaba que el día de hoy había tomado decisiones de libertad y no de
aprehensión. Calculé que ya debía de haber transcurrido más de una hora entre
mi pánico momentáneo, mis goces acuáticos y mis monólogos existencialistas que
salían a relucir a flote presionado por las constantes inmersiones bajo el agua
turquesa del estero, y que por alguna razón no deseaban ser arrastrados por la
leve corriente que las devolvería nuevamente a las profundidades del río tan
hondo e inescrutable como mi vida, la misma que he llevado y que era el día de
mi propio momento de reflexión y de valoración de cuanto he hecho. En el fondo
ese era mi mejor regalo: enfrentarme a mi propio juicio final. Asomé la cabeza
y el bote se encontraba ya atascado y detenido momentáneamente entre los
manglares. No bajé el ancla. Me reproché a mí mismo la torpeza que ni siquiera
un navegante inexperto hubiese cometido y nadé ágilmente por debajo del estero
pues la leve corriente y mi propia velocidad triplicaban mi urgente necesidad
de alcanzar el bote y retomar el camino nuevamente. Lo logré. Me subí exhausto
y sin más chingaderas filosóficas
continué mi viaje por el estero ya sin más pensamientos que el de atravesar los
rápidos y llegar mi ansiado destino.
Justo
en la desembocadura del estero con la laguna se encuentran los rápidos, también en éste punto hay que
descender la velocidad sin apagar el motor para poder maniobrar con pericia entre
la estrecha salida sin obligar al bote a una forzado y peligroso acercamiento a
cualquiera de sus orillas. Del lado derecho y por la hora y el día era probable
que el capataz de la cabaña privada más hermosa de toda la cuenca de la laguna.
Se encontrara descansando en su hamaca
en el corredor, vigilando como siempre el paso obligado. No había nada colgado,
todo se encontraba cerrado. Por la velocidad media a la que pasé por los
rápidos y por lo extenso del terreno de ésta propiedad de todos modos grité el
nombre del capataz con todas mis fuerzas. Nadie contestó. Situación un tanto rara
para una propiedad de ésta magnitud siempre estaba celosamente resguardada.
Seguí llamándolo hasta terminar de espaldas del volante y terminar de salir de
los rápidos. Él capataz, hombre maduro y de cuerpo curtido por el trabajo,
también había sido un amante furtivo. De aquellos que no te explicas el motivo
por el que haya sucedido tan pasional ocasión. Pero sí lo sé en el fondo de mí.
Extrañé mucho que no saliera a saludarme ó cuando menos sin contestar me
observara fijamente como lo hacía en algunas ocasiones cuando pasaba por el
mismo lugar pero acompañado. En tales ocasiones, cruzábamos la mirada y
sonreíamos juntos de manera cómplice y fugaz.
Por
fin entraba a la laguna y podía acelerar con toda la potencia que el bote me
podía proveer. Ni siquiera lo intenté. Un grupo de bebés de menos de cinco años
eran bañados por las tranquilas aguas de la Laguna Turquesa. Todas estaban
sentadas encima de los estromatolitos que
hacía millones de años se habían formado en las orillas de ésta hermosa laguna
para asombro de propios y extraños, gente común y corriente y científicos de
todo el mundo que han venido a estudiar a los piedrones vivos que es como nombra mi madre a éstos extraños especímenes
endémicos. El decoro por no salpicar de modo agresivo y presuntuoso con mi
apantallante y deportivo yate, me impidió realizar una espectacular entrada a
la laguna. Me alejé lo suficiente y entonces sí que aceleré. Mi corazón también
lo hizo. Estaba cerca mi destino de descanso final, el que yo mismo había
cuidadosamente elegido en el exclusivo club de cabañas ecológicas y en la mejor
de ellas. Pasaría un fin de semana de ensueño, como nunca antes y lo mejor de
todo. Solo. Ya avistaba el muelle de mi destino, más adelante un conjunto de
embarcaciones se arremolinaban entorno al centro de la laguna. Alguna tradición
religiosa de los lancheros que pasean a los turistas. Pobre gente de éste mundo
siempre agradeciendo a quien nunca los escucha y nada les da. No hay nadie a
quien agradecer. Es su propio esfuerzo el que los redime y aleja de la pobreza
y la belleza de ésta laguna. No hay nada más venerar. Arribé al muelle y lancé
mi cabo para afianzar mi bote. Miré dentro de la embarcación al mismo tiempo
que daba un increíble salto al entarimado y caí en la cuenta de que no traía
ninguna maleta ó equipaje por pequeña que esta fuera, nada, ni una sola muda de
ropa. Encogí los hombros y seguí mi camino dispuesto a que nada perturbara mi
gozoso itinerario de la felicidad que llegaba a su punto más fascinante, mi
final estancia de celebración. Llegué a la recepción de navegantes ó Puerta de Mar como elegantemente
nombraban al diminuto gacebo de madera dura de la región y bellamente tallado
con grecas y motivos de la cultura maya y que daba un coctel de bienvenida a
todos los huéspedes que llegábamos vía la laguna. No había absolutamente nadie.
Salude en voz alta, casi gritando. Nadie contestó. Me dirigí con rumbo a la
cocina, quizá ahí mi amigo el chef se encontrara con toda seguridad en los
preparativos del almuerzo de las tres que no faltaba mucho tiempo en cumplir su
plazo. Tampoco encontré a nadie. ¡Puta madre que broma es ésta! Y me sobresaltó
un anciano sentado en un asiento de sección de árbol de acabado rústico, ropas
blancas, sandalias de cuero, elegante sombrero de jipijapa y con su bastón en la mano derecha apuntaba hacia la
laguna. ¡Vete ahí! ¿Qué? No entiendo que pasa. Mejor espero. Se levantó y me
impresionó su altura, pues me seguía pareciendo un indígena de la región y sin
dejar de apuntar con su bastón con energía y hacia el mismo grupo de
embarcaciones, su dignidad e impostura me hizo obedecerlo. Sin discutirlo más
tomé de nuevo la embarcación a baja velocidad. No pretendía interrumpir de
ninguna manera lo que fuera que estuvieran haciendo en medio de la laguna, en
tal concentración de personas y con una ceremonia en proceso de cumplimiento.
Soy un hereje, pero no uno intransigente e irrespetuoso.
Apagué
el motor para no ser notado como un curioso ó profano extranjero que juega al
interesado por todo lo que hacen, dicen y creen los nativos de éste hermoso
lugar.
En
realidad todas las embarcaciones rodeaban a una sola. En una de ellas se
encontraba el capataz y varios conocidos del pueblo de la comunidad. En otras
muchos amigos íntimos, bellas señoritas a las que tanto disfrutaba vestirlas.
En otras dos más, mi amigo el dueño de las cabañas, algunos empleados muy familiarizados
conmigo y el propio chef. Y muchas varias embarcaciones más, gente que
desconocía por completo. En el centro una mujer mayor llevaba una urna de
cenizas y se acercó a la orilla de la embarcación. Vertiendo hasta el último
grano de su contenido a la Laguna Turquesa y con los ojos inundados de sagradas
lágrimas de una madre que ha perdido por segunda vez a un hijo y por la misma
lacerante causa. Ella exclamó con vista al cielo de la hora nona. Y vaciando todas las cenizas contenidas en la urna, exclamó: ¡Necesito un alma para ti, hijo mío!
FIN.
Cuento II de la serie: "Cuentos para Antes de Partir", 2013, Aguilardo.
Everst Domingo Escalante Aguilar
(1979-2012)
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